domingo, 9 de diciembre de 2007

jajajajajaja quedo hecho un desmadre lo de abajo jjajajajaja
Para entrar en ambiente de las fechas a las que nos acercamos un buen villancico no puede hacer falta.

Savatage - Christmas Eve Sarajevo


Feliz navidad

viernes, 7 de diciembre de 2007

Eric Johnson - Manhattan

Como ya abia dejado mucho tiempo olvidado este asunto que mejor que volver con una de mis canciones favoritas

Eric Johnson - Manhattan G3

martes, 14 de agosto de 2007

La llamada de cthulhu

Sin lugar a dudas una excelente historia de H.P Lovecraft que ah llegado a ser inspiración para otras personas por mencionar alguna metallica con su rola The call of cthulhu

Es concebible que tales potencias o seres hayan sobrevivido...
hayan sobrevivido a una época infinitamente remota donde...
la conciencia se manifiesta, quizá, bajo cuerpos y formas que
ya hace tiempo que se retiraron ante la marea de la ascendente
humanidad... formas de las que sólo la poesía y la leyenda han
conservado un fugaz recuerdo con el nombre de dioses,
monstruos, seres míticos de toda clase y especie...
ALGERNON BLACKVOOD


1. EL BAJORRELIEVE DE ARCILLA

No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para
relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia,
rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes.
Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero
algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble
posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la
revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una
nueva edad de las tinieblas.
Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que
nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas
supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un
blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visión de esos dones
prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con
ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad,
surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo
periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo
esa unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un solo eslabón a tan espantosa
cadena. Creo, por otra parte, que el profesor había decidido, también, no revelar lo que sabía,
y que si no hubiese muerto repentinamente, habría destruido sus notas.
Tuve por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la
muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas semíticas en
la Universidad de Brown, Providence, Rhode Island. El profesor Angell era una autoridad
vastamente conocida en materia de antiguas inscripciones y a él habían recurrido con
frecuencia los conservadores de los más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar
su desaparición, acaecida a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su
muerte aumentaron aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del
barco de Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un marinero
negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes situados en la falda
abrupta de la colina que une los muelles a la casa del muerto, en Williams Street. Los
médicos, incapaces de descubrir algún desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo
cambio de opiniones, que la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón,
determinada por el rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de
tantos años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico, pero hoy
tengo mis dudas... y algo más que dudas.
Como heredero y albacea de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo
examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus archivos y
cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será publicado en su «mayor parte por
la Sociedad Americana de Arqueología; pero había una caja que me pareció sumamente
enigmática, y sentí siempre repugnancia a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré
la llave hasta que se me ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo.
Logré abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más impenetrable.
¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de arcilla, y esas notas, fragmentos y
recortes de viejos periódicos? ¿Se había convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto
de las más superficiales imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado
la paz mental del anciano.
El bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos treinta
o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de origen moderno. Los
dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su atmósfera ni por su sugestión; pues
aunque las rarezas del cubismo y el futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen
reproducir esa críptica regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los
dibujos parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad con
los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar siquiera alguna remota
relación.
Sobre estos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente
representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza. Parecía
una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que sólo una fantasía
enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi imaginación, algo extravagante, se
representó a la vez un pulpo, un dragón y la caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu
del dibujo. Sobre un cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se
alzaba una cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la
hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se esbozaba una arquitectura ciclópea.
Las notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de
periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones literarias. El
documento en apariencia más importante estaba encabezado por las palabras EL CULTO DE
CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta para evitar todo error en la
lectura de un nombre tan desconocido. El manuscrito se dividía en dos secciones: la primera
tenía el siguiente título: «1925. Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Thomas Street 7,
Providence. R. L», y la segunda: «Informe del inspector John R. Legrasse, Bienville Street
121, Nueva Orleans, a la Sociedad Americana de Arqueología, 1928. Notas del mismo y del
profesor Webb». Las otras notas manuscritas eran todas muy breves: relatos de sueños
curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas teosóficos (principalmente La
Atlántida y la Lemuria perdida de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la
supervivencia de las sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados
mitológicos y antropológicos como La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en
Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente a
casos de enajenación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera de 1925.
La primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa. Parece
que el primero de marzo de 1925, un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico, y presa de
una gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular bajorrelieve de arcilla,
entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se leía el nombre de y Henry Anthony
Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo menor de una excelente familia, con la que
estaba ligeramente relacionado. Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la
Escuela de Bellas Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de
esta institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde su
infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que se complacía en
relatar. Se denominaba a sí mismo «físicamente hipersensitivo»; pero la gente seria de la
vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente «raro». No había frecuentado nunca a los
de su clase y poco a poco había ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era
conocido por algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence,
deseosa de preservar su conservadurismo, lo había desahuciado.
En aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la ayuda
de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los jeroglíficos. El joven
hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía simpatizar con él. Mi tío le
respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tablilla excluía toda posible relación con
las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío
como para que la reprodujera palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba
sin duda su conversación habitual.
—Es nueva, es cierto —le dijo—, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades;
y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge, o Babilonia,
guarnecida de jardines.
Y comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un
recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había habido un
leve temblor de tierra —el más violento de los que habían sacudido Nueva Inglaterra en esos
años últimos— que había afectado terriblemente la imaginación de Wilcox. Ya en cama, y
por primera vez en su vida, había visto en sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques
de piedra y gigantescos y siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un
limo verdoso. Muros y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la
tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino más bien una
sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en sonidos, y que trató de expresar por
medio de esta unión de letras casi impronunciables: Cthulhu fhtagn.
Esta mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor
Angell. Interrogó al escultor con una minuciosidad científica, y estudió con intensidad casi
frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo en sueños, vestido sólo con su
ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío achacó a su avanzada edad, dijo Wilcox más
tarde, el no reconocer con rapidez los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le
parecieron un poco fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de
relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo entender por qué
mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía ser miembro de una de las tan
numerosas sectas paganas o místicas. Cuando el profesor quedó al fin convencido de que
Wilcox ignoraba de veras toda doctrina o culto secretos, le suplicó que no dejara de informarle
acerca de sus sueños. Esta petición dio sus frutos, pues a partir de esa primera
entrevista el manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de sorprendentes
visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas construcciones ciclópeas
de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia subterránea que gritaba una y otra vez,
en enigmáticos y sensibles impactos, algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con
más frecuencia eran los representados por las palabras Cthulhu y R'lyeh.
El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una investigación
realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una fiebre de origen desconocido y
que lo habían llevado a casa de sus padres, en Waterman Street. Se había puesto a gritar en
medio de la noche, despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde
entonces había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó en
seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a menudo a la
oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del joven. La mente febril de
Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes; el doctor se estremeció al recordarlas.
No sólo incluían una repetición de los sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca
«de varios kilómetros de altura que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca la
describía en todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el doctor
Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven había intentado
representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el doctor, caía en seguida, invariablemente,
en una especie de letargo. Cosa rara, su temperatura no estaba nunca por encima
de lo normal; sin embargo, su estado se parecía más al de una fiebre violenta que al de un
desorden del cerebro.
El 2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se sentó en la
cama, asombrado de encontrarse en casa de sus padres, e ignorando totalmente lo que había
ocurrido en sus sueños o en la realidad desde el 22 de marzo. Como el médico declarara que
estaba curado, a los tres días volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al
profesor Angell. Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y
luego de oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes
visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.
Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban
de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces mi filosofía
puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían lo que habían soñado
diversas personas en el mismo período en que el joven Wilcox había tenido sus extrañas
revelaciones. Mi tío, parecía, había organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi
todos aquellos a quienes podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran
sus sueños y le comunicaran las fechas de todas las visiones notables. Las reacciones habían
sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que hubiese obtenido cualquier
otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no conservó la correspondencia original,
las notas formaban un completo y muy significativo resumen. La aristocracia y los hombres
de negocios —la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— dieron un resultado casi
completamente negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones
nocturnas, siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio del joven escultor.
Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo menos cuatro vagas
descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes, y uno de ellos hablaba del temor
a algo anormal.
Las respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran podido
comparar sus notas habrían sido presas del pánico. Ante la falta de las cartas originales,
llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas o había
deformado el texto de la correspondencia para corroborar lo que había resuelto ver. Por eso
persistí en la creencia de que Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos
reunidos por mi tío, había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una
perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y el 2 de abril gran parte de ellos había tenido
sueños muy curiosos, que habían alcanzado su máxima intensidad en el tiempo del delirio del
escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos semejantes a los descritos por Wilcox
y algunos confesaban su terror ante una criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las
notas describían con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy
conocido, algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la noche en
que llevaron al joven Wilcox a casa de sus padres, y murió meses después gritando que lo
salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si mi tío hubiese conservado los nombres
de estos casos, en vez de reducirlos a números, yo habría podido hacer alguna investigación
personal. Pero, tal como estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin
embargo, confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había interrogado
el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este grupo. Nunca les di
explicaciones, y es mejor así.
Los recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y
excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber empleado una
agencia de recortes, pues el número de estos extractos era prodigioso, y además procedían de
todos los rincones del mundo. Uno describía un suicidio nocturno en Londres: un hombre
había saltado por una ventana luego de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor
de un periódico sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro
siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había comenzado a
usar vestiduras blancas ante la proximidad de un «glorioso acontecimiento», que no llegaba
nunca, mientras que unas noticias de la India se referían cautelosamente a una seria agitación
de los nativos, producida a fines de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití,
y en África se había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos
radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y en la noche del
22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por levantinos histéricos.
Confusos rumores recorrieron también el oeste de Irlanda, y un pintor llamado Ardois-
Bonnot expuso en 1926, en el salón de primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En
los manicomios los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro pudo impedir que
el cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacase apresuradas conclusiones. Una rara
colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo racionalismo con que los hice a
un lado. Pero quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido noticias de unos sucesos
anteriores mencionados por el profesor.

2. EL INFORME DEL INSPECTOR LEGRASSE

Los sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del escultor
y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo manuscrito. Ya una vez, parecía,
el profesor Angell había visto los odiosos contornos del monstruo anónimo, había meditado
sobre los desconocidos jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía
traducir... Todo esto había tenido lugar en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro
que persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos.
Esta experiencia anterior había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la
Sociedad Americana de Arqueología celebraba su congreso anual, en San Luis. El profesor
Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel importante en todas las
deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que aprovechaban la oportunidad de la
convocatoria para hacer preguntas y plantear problemas.
El jefe de este grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el
congreso. Era un hombre de aspecto muy común, de mediana edad, que había hecho el viaje
de Nueva Orleáns a San Luis en busca de cierta información que no había podido obtener en
su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era inspector de policía. Traía consigo el
objeto de su viaje: una estatuilla de piedra, repugnante y grotesca, aparentemente muy antigua,
cuyo origen no había logrado determinar.
No debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo lo
contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente profesionales. La
estatuilla, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido capturada meses antes en los pantanos
boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el curso de una expedición contra una presunta
ceremonia vudú. Tan singulares y odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se
hallaba ante un culto totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú.
Los confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada informaron
sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar a alguna autoridad para
identificar así el horrible símbolo, y seguir las huellas del culto hasta sus fuentes.
El inspector Legrasse no había esperado que su pedido provocara una impresión
semejante. La aparición de la curiosa estatuilla bastó para excitar a los hombres de ciencia, y
pronto todos rodearon al inspector para contemplar de cerca la diminuta figura cuya rareza y
aspecto de genuina y abismal antigüedad abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas.
Nadie reconoció la escuela escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares
y hasta miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de
aquella piedra desconocida.
La figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla
con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura y estaba
finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente antropoides, pero con
una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería
cierta elasticidad, cuatro extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y
estrechas en la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser de
una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque rectangular, cubierto de
indescifrables caracteres. Las puntas de las alas rozaban el borde posterior del bloque, el
asiento ocupaba el centro, mientras las garras largas y curvas de las plegadas extremidades
asían el borde anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de
cefalópodo se inclinaba hacia adelante, de modo que los tentáculos faciales rozaban el dorso
de las garras enormes que apretaban las elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de
vida anormal, más sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen.
Su vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía relacionarlo
con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.
El material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en geología,
o mineralogía, a aquella piedra jabonosa, verdinegra, de estrías doradas o iridiscentes. Los
caracteres de la base eran igualmente desconcertantes, y ninguno de los miembros del
congreso, a pesar de que representaban a la mitad de las autoridades mundiales en este
campo, pudo descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el material
pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la humanidad que
conocemos: algo que sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos ciclos en los que
nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.
Y, sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se
confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo raramente
familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin reticencia, confesó lo que sabía. Este
hombre era el hoy desaparecido William Channing Webb, profesor de antropología en la
Universidad de Princeton y explorador de bastante renombre.
Cuarenta años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en busca
de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir. En la costa
de Groenlandia se había encontrado con una tribu degenerada de esquimales, cuya religión,
forma singular de los cultos demoníacos, lo había impresionado sobremanera por su faz
deliberadamente sanguinaria y repulsiva. Era aquélla una fe que los otros esquimales
ignoraban casi del todo, y a la que se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas
muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. junto a ritos anónimos y sacrificios
humanos había invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o
tornasuk. El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo
sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en caracteres romanos.
Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado en ese culto, y alrededor del cual
bailaban los esquimales cuando la aurora boreal brillaba muy por encima de los acantilados
de hielo. Era, declaró el profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y
algunos caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos los
rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.
Este relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció
excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo copiado una
invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al profesor Webb que tratase
de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia. Siguieron una comparación exhaustiva de
todos los detalles y un instante de sombrío silencio cuando el profesor y el detective
convinieron en la virtual identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las
palabras fue establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los
oficiantes), lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus ídolos:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu
R'lyeh wgah'nagl fhtagn.
Legrasse había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le
habían revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:
En su casa de R'lyeh
el desaparecido Cthulhu espera soñando.
Y entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente su
experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran importancia a esa
historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más extravagantes de los teósofos y los
creadores de mitos, y revelaba una asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie
hubiese esperado entre parias y vagabundos.
El primero de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un
alarmado mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de buen
natural, descendientes en su mayor parte de los hombres de Laffite, eran presas del pánico a
causa de algo desconocido que había invadido la región durante la noche. Se trataba en
apariencia de un culto vudú, pero de una especie más terrible que todo lo que ellos conocían.
Desde que el malévolo tam-tam había comenzado a sonar incesantemente en aquellos
bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse, habían desaparecido varias mujeres y niños.
Se habían oído gritos irracionales, chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas
diabólicas habían bailado en la espesura. Los vecinos, añadió el aterrorizado mensajero, no
podían soportarlo.
En las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y un
automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo intransitable,
abandonaron los vehículos, y durante varios kilómetros chapotearon en silencio a través de
los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba la luz del día. Raíces tortuosas y
nudos malignos de musgo retardaban la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras
húmedas o los fragmentos de una pared en ruinas hacían aún más depresiva aquella atmósfera
que los árboles deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un
miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse alrededor de las
vacilantes linternas. El apagado golpear de los tam-tams se oía débilmente a lo lejos, y la
brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que helaba la sangre. Un resplandor rojizo
parecía filtrarse por entre el follaje pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche
selvática. A pesar de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del
lugar rehusaron avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo que el
inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin guías por aquellas
negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto el pie.
La región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y en
su mayor parte no había sido explorada por-hombres blancos. Algunas leyendas se referían a
un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo parecida a un pólipo y de
ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos demonios de alas de murciélago salían a
medianoche de sus cavernas para adorar al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde
antes de La Salle, de los indios, y aun de las bestias y los pájaros del bosque. Era una
verdadera pesadilla, y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres,
y eso bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en los
límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era bastante malo, y eso
quizá había aterrorizado a los colonos más que los chillidos o incidentes.
Sólo la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los
hombres de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a la
luz rojiza y a los apagados tam-tams. Hay una cualidad vocal propia de los hombres y una
cualidad vocal propia de las bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano
de donde proviene debería emitir la otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se exacerbaban
allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos extáticos que
retumbaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes surgidas de los abismos del
infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo que parecía un coro de voces roncas
entonaba aquella odiosa melopea:
Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu
R'lyefi wgah'nagl fhtagn.
Al fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se
encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un quinto perdió
el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por suerte, fue apagado por el
tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua pantanosa el rostro del hombre
desvanecido, y luego todos contemplaron el espectáculo fascinados por el horror.
En un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de unas cuarenta áreas de
extensión, desprovista de árboles, y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía una horda de
anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las que hubiese podido pintar
un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida muchedumbre bramaba, rugía y se
contorsionaba alrededor de una hoguera circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de
fuego y se podía distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de
alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta estatuilla. En diez
cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho círculo que rodeaba la hoguera, con el
monolito como centro, colgaban cabeza abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los
desaparecidos colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose
de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de cadáveres y el círculo
de fuego.
Pudo haber sido sólo imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los
hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas por unas
respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar, situado en lo más
profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D. Gálvez, a quien más tarde
encontré e interrogué, era desbordantemente imaginativo. Llegó a decir que había oído el
débil golpear de unas grandes alas y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una
enorme masa blanca detrás de los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado
influido por las supersticiones locales.
La inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración. El
deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de llegar al centenar, la
policía, confiando en sus armas de fuego, irrumpió en medio de la horda. Durante cinco
minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles. Hubo furiosos
golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar cuarenta y siete prisioneros,
a los que obligó a vestirse rápidamente, y que rodeó de policías. Cinco de los celebrantes
habían muerto, y otros dos, muy malheridos, fueron transportados por sus cómplices en
improvisadas parihuelas. La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por
Legrasse.
Examinados en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros
resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su mayor parte
marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos de las islas de Cabo
Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto heterogéneo. Pero no se necesitaron
muchas preguntas para comprobar que se trataba de algo más antiguo y profundo que un
fetichismo africano. Aunque degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles,
con sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.
Adoraban, dijeron, a los Grandes Antiguos, que eran muy anteriores al hombre y que
habían llegado al joven mundo desde el cielo. Estos Antiguos se habían retirado ahora al
interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían comunicado en sueños
con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca había muerto. Éste era ese culto, y
los prisioneros dijeron que había existido siempre y que siempre existiría, ocultándose en
lejanías desiertas y lugares retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su
sombría morada en la ciudad submarina de R'lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún
día vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto secreto estaría
allí, esperándolo.
Mientras tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura
podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues había unas
formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles. Pero éstas no eran los
Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los Antiguos. El ídolo de piedra
representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía decir si los otros eran o no como él. Nadie era
capaz de descifrar ahora la antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La
invocación ritual no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto
significaba: «En su casa de R'lyeh el desaparecido Cthulhu espera soñando».
Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se los ahorcó; el resto
fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en los crímenes
rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran los Alas-Negras, que habían
venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero nada coherente
se pudo saber de aquellos aliados misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su
mayor parte de un viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos
distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China.
El viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las
especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz. En ciclos
muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en grandes ciudades, y sus
vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a Castro los inmortales de China- en unas
piedras ciclópeas de algunas islas del Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la
aparición del hombre, pero había artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a
ocupar su justa posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían
de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma —
¿no lo probaba acaso esta imagen estelar? —, pero esa forma no era material. Cuando las
estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero cuando eran
desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no habían muerto en realidad.
Yacían todos en casas de piedras en la gran ciudad de R'lyeh, preservada por los sortilegios
del gran Cthulhu para el día en que las estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa
resurrección. Pero en esa época, alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus
cuerpos. Los conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se
moviesen, y los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras
transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues su lenguaje
consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante hablaban en sus tumbas.
Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los primeros hombres, los Grandes Antiguos
hablaron a los más sensibles moldeándoles los sueños.
Aquellos primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se
adoraba a los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una época
infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas volvieran a ser favorables.
Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus
vasallos y volviera a asumir su reinado en la Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues
entonces la humanidad se parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien
y del mal, sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían alegremente.
Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar y gozar, y el
mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras tanto, el culto, con
apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos días antiguos y presagiar su retorno.
En los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con
aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de R'lyeh, con sus
monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las aguas de los abismos, con ese
misterio primigenio en que nadie había pensado ni siquiera en penetrar, habían interrumpido
esas citas espectrales. Pero los recuerdos no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que
cuando los astros fuesen favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos
espíritus de la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagaría los
rumores recogidos allá, en los olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no
se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni las sutilezas pudieron
arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar, curiosamente, el tamaño de los
Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su centro debía de encontrarse en los desiertos
intransitados de Arabia, donde Irem, la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No
tenía relación alguna con la brujería europea, y sólo era conocido por sus miembros. Ningún
libro aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicon del árabe loco
Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas
maneras, especialmente en el tan discutido dístico:
No está muerto quien puede yacer eternamente,
y con el paso de los años la misma muerte puede morir.
Legrasse, profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito
las filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad al afirmar
que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luz
alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las mayores autoridades y se encontraba
nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb.
El ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la presencia de
la estatuilla, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron luego los miembros del
congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe oficial. La prudencia es
preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a menudo con la charlatanería y la
impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la estatua al profesor Webb, pero a la muerte
de este último le fue devuelta, y está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace
mucho tiempo. Es de veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura
labrada en sueños por el joven Wilcox.
No me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo
pensar al saber, ya enterado de la información recogida por Legrasse, que un joven sensible
no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las imágenes del pantano y de
Groenlandia, sino que también había oído en sueños tres de las palabras de la fórmula
repetida por los maestros de Luisiana y los diabólicos esquimales? Era natural que el profesor
Angell hubiese iniciado instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi
fuero interno sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado
una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El relato de los otros
sueños y los recortes coleccionados por el profesor parecían corroborar la historia del joven;
pero mi bien fundado racionalismo y la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar
las conclusiones que estimé más razonables. De modo que, después de estudiar otra vez el
manuscrito y comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción que del culto
había hecho Legrasse, viajé a Providente para ver al escultor e increparle por haberse burlado
de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de Thomas Street, desagradable imitación
victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII La fachada de estuco del hotel lucía
ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la sombra del más hermoso
campanario georgiano que pueda verse en América. Encontré a Wilcox en sus habitaciones,
sumido en su labor, y comprendí en seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era
profundo y auténtico. Creo que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes
decadentes; pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en mármol, esas pesadillas y
fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho visibles
en versos y pinturas.
Moreno, frágil y de un aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente
y sin dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó un cierto
interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros sueños, aunque sin
explicar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su ignorancia, traté prudentemente de
hacerle hablar.
Poco tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba
de sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente, habían
influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo modelado me
estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No recordaba haber visto el original,
excepto en el bajorrelieve creado durante un sueño, pero los contornos se habían formado
insensiblemente bajo sus manos. Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado
en su delirio. Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante
interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de qué modo podía
haber recibido esas impresiones sobrenaturales.
Hablaba de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible
claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa, “cuya geometría —añadió
curiosamente— era totalmente errónea”, y oí otra vez con un temor expectante la
subterránea llamada mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Estas palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de
Cthulhu en su bóveda de piedra de R'lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me sentí
profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar casualmente del culto, y
lo había olvidado en seguida en la masa de sus lecturas y concepciones igualmente
fantásticas. Más tarde, en virtud de su impresionable carácter, el culto había encontrado un
modo de expresión subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo
estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria. El joven
tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me desagradaban de veras;
pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio como su honestidad. Me despedí
amablemente, y le deseé todo el éxito que su talento prometía.
El asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un gran
renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé con Legrasse y
otros de los que habían participado en aquella expedición, examiné la estatuilla, y hasta
interrogué a los prisioneros que todavía vivían. El viejo Castro, por desgracia, había muerto
hacía varios años. Lo que escuché entonces de viva voz, aunque no fue más que una
confirmación detallada de los escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de
estar sobre la pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría
en un antropólogo de nota. Mi actitud era aún entonces absolutamente materialista, como aún
quisiera que lo fuese, y por una inexplicable perversidad mental rechacé la coincidencia de
los sueños y los recortes coleccionados por el profesor Angell.
Hubo algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte
de mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas callejuelas
que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos extranjeros, luego del descuidado
empujón de un marinero de tez oscura. Yo no había olvidado que los oficiantes de Luisiana
se distinguían por la mezcla de sangres y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido
conocer la existencia de agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad
como aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no habían sido
molestados; pero en Noruega acababa de morir un marino que veía cosas. ¿No pudieron
haber llegado a oídos siniestros las investigaciones realizadas por mi tío después de
encontrarse con el escultor? Creo hoy que el profesor Angell murió porque sabía o quería
saber demasiado. Es posible que me espere un fin semejante, pues yo también he aprendido
mucho.

3. LA LOCURA DEL MAR

Si el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de mi
memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una ojeada a una hoja de
periódico que recubría un estante. Era un viejo número del Sidney Bulletin del 18 de abril de
1925, con el cual no hubiese podido dar en mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta
para la agencia de recortes que había estado coleccionando ávidamente durante esa época
materiales para mi tío.
Había yo casi abandonado mis investigaciones acerca de lo que el profesor llamaba el
«culto de Cthulhu» y me encontraba de visita en casa de un doctor amigo de Patterson, New
Jersey, conservador del museo local y mineralogista de renombre. Examinando un día los
ejemplares de reserva, amontonados en desorden en los estantes de una de las salas del fondo
del museo, mi mirada se detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo
las piedras. Era el Sidney Bulletin que he mencionado. Mi amigo tenía corresponsales en
todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una fotografía en sepia de una odiosa
estatuilla de piedra casi igual a la que Legrasse había encontrado en el pantano.
Despojé ansiosamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con sumo
cuidado y lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para
mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de ponerme
en seguida en acción. He aquí el contenido:
EL VIGILANT ARRIBÓ REMOLCANDO A UN YATE NEOCELANDÉS
ARMADO. UN MUERTO Y UN SUPERVIVIENTE A BORDO. RELATAN
COMBATES FURIOSOS Y MUERTES EN ALTA MAR. MARINERO
RESCATADO SE NIEGA A DAR DETALLES DE MISTERIOSA EXPERIENCIA.
ÍDOLO EXTRAÑO ENCONTRADO EN SU PODER SE INICIARÁ UNA INVESTIGACIÓN.
El carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó esta
mañana a su puesto de amarre en Darling Harbour remolcando al yate Alert de Dunedin N.2,
con serias averías, pero dotado aún de un poderoso armamento. El yate fue avistado el 12 de
abril a los 34°21' de latitud sur, y a los 152°17' de longitud oeste, con un muerto y un
superviviente a bordo.
El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado
considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y enormes olas.
El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había sido abandonado, pero luego se
descubrió que llevaba un superviviente en estado de delirio, y un hombre muerto desde hacía
una semana por lo menos.
El superviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen desconocido,
de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de la Universidad de Sidney, la
Sociedad Real y el museo del College Street no pudieron determinar, y que el hombre
afirmaba haber descubierto en la cabina del yate, en un altarcito rudimentario.
Este hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente
extraña. Se trata de un noruego llamado Gustav Johansen, de cierta cultura, segundo oficial
en la goleta Emma de Auckland, que partió para El Callao el 20 de febrero, con una
tripulación de once hombres.
El Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la tormenta
del 1 de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51' de latitud sur y a los 128°34' de longitud
este encontró al Alert conducido por una tripulación de canacos y mestizos de aspecto
patibulario. El capitán Collins no obedeció la orden de virar, y la tripulación del yate abrió
fuego sin aviso con una batería de cañones de bronce particularmente pesada.
Los marineros del Emma, dijo el superviviente, se resistieron con valentía, y aunque
la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado la línea de flotación,
lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose a luchar en la cubierta. Como los
tripulantes del yate combatían de un modo torpe y cruel, tuvieron que matarlos a todos.
Tres de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Green,
murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se pusieron a
navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de descubrir por qué motivo
se les había ordenado cambiar de rumbo.
Al día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis de
los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente reticente a este
respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las rocas.
Más tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de hacerlo
navegar, pero fueron vencidos por la tormenta el 2 de abril.
Desde ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant, Johansen
no recuerda casi nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William Briden. La muerte no
se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.
Cables procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco
de carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos cuyas
frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca curiosidad. Luego de la
tormenta y los temblores de tierra del primero de marzo se habían hecho apresuradamente a
la vela.
Nuestro corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de
una excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.
El almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual se tratará de
convencer a Johansen para que hable más libremente.
Eso era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi
mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban que éste tenía
fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había impulsado a la híbrida
tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras navegaban con su ídolo? ¿Qué isla
desconocida era aquella en que habían muerto seis de los tripulantes, y acerca de la cual el
contramaestre Johansen se mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la
investigación del almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más extraordinario,
¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba una significación
maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados por mi tío?
El primero de marzo —el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario
internacional— se habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada
tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo a una imperiosa llamada,
y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a soñar con una ciclópea
ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en sueños, la forma del terrible
Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcaba en una isla desconocida,
perdiendo allí seis hombres; y en esa misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron
su mayor intensidad y se oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco,
mientras un arquitecto se volvía loco, y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar de
esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la ciudad sumergida, y
Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar igualmente de aquellas
alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las estrellas y a su reino próximo, y a su
culto, y a su gobierno de los sueños? ¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de
horrores cósmicos, insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la
mente, pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había
sitiado el alma de los hombres.
Aquella tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas, y haciendo urgentes
preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En menos de un
mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy poco de los extraños
miembros del culto que habían vivido en las posadas marineras. El vagabundeo en los
muelles era asunto demasiado común, y no valía la pena mencionarlo; pero algo oí a
propósito de una expedición terrestre realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó
el débil golpear de unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.
En Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de
sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que después de
vender su casita de West Street había regresado con su mujer a su viejo hogar, en Oslo. De su
aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya sabían los oficiales del almirantazgo, y todo
lo que pudieron hacer fue darme su nueva dirección.
Volví entonces a Sidney, y hablé sin éxito con gente de mar y miembros del tribunal.
Vi el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco. La imagen
en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal con
jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné con cuidado, y descubrí
que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo profundo misterio, terrible antigüedad, y
sobrenatural rareza de material que el ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos,
me dijo el conservador del museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no
había en el mundo una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo
Castro a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: «Vinieron de las estrellas, y
trajeron consigo sus imágenes».
Profundamente perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a
Londres, me reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a
tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.
La casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold
Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la ciudad
principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un taxi, y golpeé con el
corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de fachada estucada. Salió a
recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, quien me comunicó en un inglés
vacilante que Gustav Johansen no era ya de este mundo.
No había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había
destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había
dejado un largo manuscrito, que trataba «asuntos técnicos», escrito en inglés con la intención
manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba por una callejuela, cerca del
muelle de Gothenburg, un paquete de viejos periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo
golpeó y lo hizo caer. Dos marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el
hombre murió antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la
causa del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento general.
Sentí entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también
me fuese acordado el eterno reposo, «accidentalmente» o por otro motivo, me traspasaba los
huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de esos «asuntos técnicos»
me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco
que me conducía a Londres.
Era un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se
intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré literalmente a
causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará para explicar por qué el
rumor de las aguas contra los costados del buque se me hizo tan intolerable que tuve que
taponarme los oídos.
Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero
yo ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado
del otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas que vinieron
de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del mar, conocidas y
favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre nuestro planeta cada vez que
algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa ciudad de piedra al aire y a la luz del sol.
El viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el
almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y sintió todo el
impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a los abismos marinos el
horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el gobierno, el buque navegó
favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22 de marzo (y sentí la pena del oficial al
describir el bombardeo y el hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen
hablaba con un horror realmente significativo. Había algo de abominable en ellos que hacía
que su destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación de
crueldad que contra él y sus compañeros hizo el tribunal. Ya en el yate capturado, Johansen y
sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen viaje hasta avistar una alta columna de
piedra que emerge del océano, y a los 49°9' de latitud oeste y 126°43' de longitud sur, se
encuentran ante una costa barrosa y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede
ser sino la sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R'lyeh,
construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia, por las enormes
y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros desconocidos. Allí yacen el gran
Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas desde donde envían,
tras incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman
imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la
restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero bien sabe Dios que había visto
bastante!
Creo que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme
monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede
esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Johansen y sus
hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta húmeda Babilonia habitada
por demonios, y debieron de sospechar, instintivamente, que no pertenecía ni a éste ni a ningún
otro planeta similar. En todas las líneas de la estremecida descripción de Johansen se
advierte el mismo pavor: ante el tamaño increíble de los bloques de piedra verde, ante la
altura vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales
estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.
Sin conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy parecido
a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida, o a algún edificio, se reduce
a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas..., superficies demasiado grandes para ser de
este mundo, y cubiertas por jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues
me recuerdan los sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de
la ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y dimensiones
distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la terrible realidad la misma
impresión.
Johansen y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis, y
treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser humano hubiera
podido edificar. El Sol mismo parecía deformado cuando se lo miraba a través de las
miasmas polarizadoras que emanaban de esta perversión submarina; una amenaza tortuosa
acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda mirada descubría una concavidad
donde se había creído ver una convexidad.
Todos los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y
las algas), se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado si no hubiesen
temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron a buscar —vanamente, como
comprendieron más tarde— algo que sirviese de recuerdo.
Rodrigues, el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a
los otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron curiosamente
una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar bajorrelieve del pulpodragón.
Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de un granero. Todos vieron allí una
puerta, ya que estaba encuadrada en un umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo
decidir si estaba situada horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada,
como la puerta exterior de un altillo. Como hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar era
errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fuesen horizontales, de modo que
la posición relativa de todo el resto parecía variar fantásticamente.
Briden presionó sobre la piedra en diversos sitios, sin resultado. Luego Donovan
palpó con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con lentitud a lo
largo de la grotesca moldura de piedra —puede decirse que subió si se admite que la puerta
no era, al fin y al cabo, horizontal—, y los hombres se preguntaron cómo una puerta podía ser
tan enorme. Al fin, muy suavemente, muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a
inclinarse hacia adentro, y todos vieron que la piedra se balanceaba.
Donovan se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los
hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En este
fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba anormalmente en
diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la perspectiva.
La abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente una
cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores que debían ser
visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así como una humareda que oscureció
la luz del sol mientras se elevaba hacia el cielo, empequeñecido y arrugado, con la ayuda de
sus alas membranosas. El olor que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable,
y Hawkins, que tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo.
Todos escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando y
apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura hasta elevarse
pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de pesadilla.
La letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis hombres
que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo en aquel instante
maldito. El monstruo está más allá de toda posible descripción. No hay lenguaje aplicable a
ese abismo de horror inmemorial, a esa pavorosa contradicción de todas las leyes de la
materia, la fuerza y el orden cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar
que en el otro lado de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático
instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso
demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas
eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un
puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Después de millones y millones de
años el gran Cthulhu era libre otra vez.
Tres hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes de que nadie
tuviese tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo. Eran
Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres supervivientes se
precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas verdosas. Johansen jura que fue
absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar allí; un ángulo agudo que se había
comportado como si fuese obtuso. De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se
dirigieron desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía
por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del agua.
Las calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a tierra,
y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y motores para poner en
marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la
hélice comenzó a golpear las aguas. Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas
construcciones que no eran de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas
emitía unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En
seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu penetró en las aguas
e inició la persecución con unos golpes que levantaron unas enormes olas. Briden volvió la
vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos hasta que la muerte lo alcanzó en su
cabina mientras Johansen vagaba delirando de un lado a otro.
Pero Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo
alcanzaría seguramente al Alert antes de que la presión llegase al máximo, resolvió intentar
algo desesperado, y, acelerando los motores, subió rápidamente a cubierta e hizo girar el
timón. En la superficie de las aguas hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión
del vapor, el valiente noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se
alzaba sobre las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de
pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés; pero Johansen no
retrocedió.
Hubo un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el
que surge de un hendido pez luna, una hediondez como de mil tumbas abiertas, y un sonido
que el cronista no se atrevió a describir. Durante un instante una nube verde, acre y cegadora
envolvió al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde —Dios del cielo— la esparcida
plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su forma
primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.
Eso fue todo. Desde ese momento, Johansen se contentó con meditar sombríamente
sobre el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido
compañero. No trató de dirigir el navío; después de aquel incidente había perdido algunos de
los resortes de su alma. Luego sobrevino la tormenta del 2 de abril, que terminó de nublar su
conciencia. Recordaba confusamente infinitos abismos líquidos de espectrales paredes
giratorias, vertiginosos deslizamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa, y saltos
convulsivos de las profundidades del mar hasta la Luna y luego otra vez hasta el mar, todo
envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los verdes demonios del
Tártaro de alas de murciélago.
Luego de esa pesadilla vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo, las
calles de Dunedin, y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al Egeberg. Nada podía
contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de morir, pero su mujer no debería
sospechar nada. La muerte sería para él beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.
Tal era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el
bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este relato, esta prueba de
mi propia cordura donde se ha unido lo que espero nunca volverá a unirse. He contemplado
todo lo que en el universo puede haber de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las
flores del verano me parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva
mucho. Como desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco
demasiado, y el culto todavía existe.
Cthulhu existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo
desde que el Sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el Vigilant navegó
por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus ministros en la Tierra bailan aún, y
cantan y matan en lugares aislados, alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes.
Cthulhu tuvo que haber sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo
gritaría ahora de horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo
que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades del mar,
y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción. Llegará un día... ¡pero no
debo ni puedo pensarlo! Ruego que, si no sobrevivo a este manuscrito, mis albaceas cuiden
de que la prudencia sea mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.

martes, 7 de agosto de 2007

Gary moore - over the hills and far away

en lo personal prefiero esta vercion que el cover de nightwish

Colosseum II - Inquisition

que buen grupo era este lo malo es que no encuentro música de ellos en fin disfrútenlo

Jimmy Hendrix - All along the watchtower

Sin duda alguna mi rola favorita del buen jimbo espero y sea de su agrado